sábado, 2 de julio de 2011

Cosas del Pueblo. La llegada

Hace años presenté un relato a un concurso que organizaba un conocido local en Valladolid. El tema que tocaba ese año se titulaba más o menos así: "lejos de mi tierra" y referiase a la gente que, por distintos motivos, tuvieron que exiliarse de sus países de origen.
Mi historia la titulé "Dedicatoria" y, he de decirlo, el título lo plagié de un relato corto del que fuese médico del pueblo el orondo Pepe Zamora. En esta narración simplemente hablaba de personajes que tuvieron que dejar Cuba, después de la revolución y exiliarse en los Estados Unidos.
 La crónica era inventada pero no del todo, ya que los individuos eran gente del pueblo y lo que contaban eran historias que yo había oído en la plaza, en Casa, en la calle o en el bar en los tiempos en que vivía en Garafía.

Naturalmente era una exposición políticamente incorrecta para un jurado tan rojillo. Esto de la intelectualidad es lo que tiene, si no eres carmesí o maricón tienes menos opciones de ganar. No digo que mi cuento fuese el mejor, pero viendo a posteriori otros relatos presentados a concurso...mmmmm, cuando menos la mosca tras la oreja si que la tuve.


Pero no hay mal que por bien no venga porque esta historia forma parte de una más grande que se titula "La Llegada", (ya sabéis, todos queremos ser escritores y esté, algún día será mi libro) y que habla de la que fue mi niñez-adolescencia en tierras Palmeras.
Así que, entre soflamas políticas y discursos filosóficos, aprovecharé los tiempos improductivos de mi cerebro para incluir a modo de fascículos cibernéticos alguna de las crónicas que conforman mi próximo libro y premio planeta 2050.


   Cosas del Pueblo: La llegada


   Del día de la llegada apenas si podía recordar algo preciso. Sabia que era de noche cuando entró por primera vez en el salón de la casa aquella que, en ese momento le pareció extraña.
   El silencio se cortaba con un  pesado tic-tac del reloj alemán de doble campana y con la sintonía imprecisa de la vieja radio de baterías que presidía la alacena de la estancia.
   Sus ojos debían reflejar la misma sensación de desamparo y cierto temor a lo desconocido que tenían los de sus hermanos quienes silenciosos pensaban y compartían lo mismo que él sentía. Aunque en ese momento su edad apenas rozaba los siete años, podia percibir que el paso del traslado había sido a peor con toda seguridad: por lo que pudo ver, el pueblo le pareció horrible, al igual que aquella casa enorme donde acababa de entrar, casa apenas alumbrada por la mortecina luz naranja producida por un generador que suministraba las mínimas exigencias eléctricas al vecindario desde que oscurecía hasta las diez u once de la noche, dependiendo del sueño que tuviese el operario. Siempre recordó aquella luz triste pero cálida, que originaba un esfuerzo de su vista para leer y le hacía ver las cosas difusas en las que fueron sucesivas noches allá.
   Durante el viaje le habían dicho que encontrarían a sus abuelos en el pueblo y a una tal América- amiga de la familia- que en una ocasión había estado con ellos en Sevilla. Tanto de unos como de otra, y a pesar de asentir que si los conocía, no tenía noción alguna de haberlos visto antes. Y así entró por aquella puerta de tea de doble bisagra y así, en ese preciso  momento, su vida empezó a cambiar para siempre aunque entonces, naturalmente, no lo sabía.
   Del día que siguió a la noche recordaba que habían salido pronto a la calle y le llamó la atención la extraordinaria luminosidad de un cielo tan azul que parecía fundirse con el color del mar. No vieron niños con quién jugar, ni gente alguna, salvo unos viejos que inmutables mascaban una pipa sentados al fondo de la plaza, exhalando el aroma fuerte del tabaco virginia.
   Allí fue donde sus hermanos adquirieron de inmediato el estatus de compañeros de juegos y riñas y donde  empezaban sin quererlo a convertir cada una de sus individualidades en una causa común frente a aquel ambiente incierto que les sobrepasaba.

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